Una vida, una leyenda
Tú, que me juraste gloria eterna en la ceremonia de nuestra boda en San Miguel de Palencia, no sabías entonces lo eterna que llegaría a ser tu gloria, ni que tendrías que llorar a tu señor el rey Sancho, asesinado a los pies de las murallas de Zamora ni que te prometerías no servir a nadie más que a ti mismo aunque tuvieras que rendir vasallaje al nuevo rey Alfonso.
Te
empeñaste en ser cabeza solo de los tuyos, moros o cristianos,
tanto da, y actuar por tu cuenta saqueando la taifa de Toledo cuando estaba
bajo la protección de nuestro rey Alfonso. Esa fue la primera vez que tuve que
verte partir al destierro, cabalgando la inhóspita estepa castellana, con
doce de los tuyos, polvo, sudor y hierro. Algunos cuentan ahora, tanto tiempo
después, que fue un juramento que obligaste a hacer a nuestro señor Alfonso en
Santa Gadea lo que te expulsó de mi lado. Como si algo así hubiera podido
suceder.
Atrás
quedaba yo con Cristina, Diego y María, nuestros hijos, sola y repudiada por
Castilla, esperando. Siempre esperando mientras llegaban noticias del
ofrecimiento de tus huestes al conde de Barcelona, que con su desprecio te
arrojó a los brazos del rey moro de Zaragoza. Cinco años estuviste a su
servicio mientras nuestras hijas se hacían doncellas y tu heredero aprendía tu
oficio, señor de la guerra, en el que tú brillabas más que nadie, rey o
príncipe, moro o cristiano, tanto da.
Fue
después de la derrota en Sagrajas cuando el rey Alfonso volvió a reclamarte a
su lado. Cientos de cristianos derramaron allí su sangre frente a los nuevos devotos
del profeta que habían llegado del otro lado del mar —más fieros, más decididos, más
insaciables—
respondiendo a la llamada de auxilio lanzada por el cobarde moro de Sevilla.
Nuestro rey iba confiado a la batalla tras haber recuperado la capital de los
godos, nuestros antepasados, unos meses atrás. Y, creyéndose superior, tuvo que
salir finalmente huyendo, para que su cabeza no acabara en lo alto de la sanguinolenta
montaña de cabelleras desde la que llaman a la oración tras sus victorias los
nuevos invasores. El rey de Castilla quiso entonces tenerte de nuevo de su
parte.
Pero
no ibas a conformarte tú, a esas alturas, con ser un fiel vasallo. Ya te sabías
fuerte y poderoso, certero estratega, jefe de una mesnada de hombres dispuestos
a dar su vida por ti. Así que volviste a enfurecer a tu rey, y por segunda vez,
tuve que verte partir al destierro. Me prometiste entonces que construirías
para mí un reino. Y en poco tiempo me trajiste a esta tierra de luz y de sol,
de cielo claro y sabor a mar, y pusiste a mis pies la ciudad de Valencia.
Casamos a Cristina con Ramiro de Navarra y a María con Berenguer de Barcelona,
buscando aliados que nos ayudaran, llegado el caso, a mantener esta isla
cristiana en tierra infiel. Juntos de nuevo, nos esforzamos por construir
nuestro destino con el apoyo de un nuevo obispo para la catedral y la bendición
del Papa. Soñabas con erigir tu propio reino, tan poderoso que sería capaz de
conquistar las tierras que nos rodeaban y disputar la primacía de la Cristiandad
con Castilla o Navarra. Tus hombres te adoraban. Sidi te llamaban los moros,
Campidoctor los cristianos. Para todos ellos, moros o cristianos, tanto da,
eras ya su único señor.
Pero
todo se hundió cuando Diego murió en la batalla. Tu heredero, el orgullo de tu
sangre, aquel en el que habías confiado la permanencia de tus logros, el futuro
de tu esfuerzo, cayó en Consuegra, y con él se llevó mi alma y tu vida. Te dejaste
morir. Un año sobreviviste a tu hijo, postrado enfermo en una cama. Y me
dejaste, una vez más, sola. Sola y rodeada de infieles, sin tus huestes antaño
furiosas y bravas, ya rendidas, incapaces de frenar y responder a los ataques
incesantes de las bestias que acechaban y atacaban sabiéndome animal herido.
He
aguantado tres años sin ti, resistiendo, intentando mantener tu legado. Ahora
me escolta nuestro rey Alfonso, al que he tenido que pedir ayuda, camino de
nuevo hacia Castilla. Dejo a mi espalda ardiendo entre llamas y humo la ciudad
en la que pusimos nuestras esperanzas y construimos nuestros sueños, que nada
aprovechable quede de ella cuando la asalte el enemigo. Pero nada caerá en el
olvido. Llevo conmigo tu cuerpo para que sea enterrado con los monjes de
Cardeña. Haré de ti un guerrero capaz de ganar hasta muerto su última batalla. Obligaré
a los juglares a cantar tus gestas, a que pongan nombre a tu espada vencedora y
pregonen a los cuatro vientos el del caballo con el que galopabas las
llanuras. Nada habrá sido en vano. Te haré inmortal. Te haré leyenda.
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